El miedo a un patógeno mortal ha conseguido arrastrar a mucha gente a una visión del mundo que me a mi me da mucho más miedo que cualquier enfermedad. Una visión absolutista, en la que no se permite el pensamiento crítico.  Es a lo que realmente temo, al totalitarismo, al fanatismo, al pensamiento único a los dogmas que tratan de restringir libertades esenciales. 

Hemos visto desde el inicio de la crisis sanitaria como se implementan medidas y restricciones que suponen una limitación de los derechos fundamentales de las personas.  Siempre con la justificación de que esto era necesario para salvar vidas  Para conseguir , supuestamente un bien mayor,  evistar una catástrofe. Siguiendo este discurso, desde la política local y autonómica se han seguido directrices erráticas, mal o nada fundamentadas sobre criterios que se supone que seguían “la ciencia” y que en realidad son meras creencias sin base real como ya se ha comprobado y se puede comprobar por cualquiera que se moleste en comprobar los datos. No hace falta ser científico para ello, basta pensar y saber sumar y restar.

Las políticas que se han seguido, en realidad,  han sido un mero sometimiento a directrices pautadas por estamentos gubernamentales siguiendo un modelo autoritario. En este modelo no se permite ni el debate ni el cuestionamiento. No se permite pensar. La verdad viene determinada desde grupos que han sido  los únicos autorizados a imponerla. Cualquier oposición o  intento de matización es censurada. 

 

En un principio se insistió en que las políticas eran la conclusión de un análisis “basado en la ciencia”, ciencia que hemos visto brillar por su ausencia. Los datos contradicen las conclusiones tajantes, los estudios que descartan  los fundamentos del relato son atacados violentamente, como fue el caso de Ionnandis, uno de los considerados mejores epidemiólogos del mundo y cuyas conclusiones desmentían la eficacia de los confinamientos. Estos  expertos recogen la evidencia sesgada, eligen los documentos y estudios que interesan y obvian otroas y sacan conclusiones inapelables. El resto de la población asume consignas repetidas desde las redes sociales por famosos y periodistas, todas ellas orientadas a generar un sentimiento de indefensión. Las frases “ no soy/no eres  científico para opinar” “ No soy médico, no tengo conocimientos” y “confío/creo en la ciencia” se repiten constantemente como argumento de debate cuando se presentan hechos que contradicen la versión oficial.   De este modo dejan en manos de estos grupos que se autodenominan expertos la toma de decisiones. En esta nueva realidad las normas impuestas no se pueden, no ya rebatir, sino tan siquiera discutir. 

Ya no importa que nunca, en toda la historia de la medicina se acepte algo de manera absoluta y sin someterlo a cuestionamiento y que los grandes avances y descubrimientos se hayan dado gracias a preguntas, objeciones y rectificaciones de lo que se había poco menos que un dogma. 

Y por supuesto, no parece importar que esas decisiones incuestionables se tomen por parte de grupos que en el mejor de los casos se compone de personas con fuerte conflicto de intereses y de los que se ha llegado a negar su existencia. Todavía estamos esperando conocer los nombres de esos científicos poseedores de la verdad absoluta que determinaron la idoneidad de las medidas impuestas el periodo transcurrido desde el inicio de la crisis sanitaria. Y si realmente no existieron ¿Quién determinó lo que se debía hacer? Y ¿en qué se basó? ¿No deberían los distintos grupos políticos preguntar esto en nombre de la ciudadanía a la que dicen representar? Eso, además de inaudito, es una falta de respeto a los votantes. Es verdad que la gran mayoría de la ciudadanía, dado el trauma sufrido no está pidiendo explicaciones, pero esto no elimina la responsabilidad de los diferentes grupos políticos, más aun, transcurrido un año y medio desde el inicio de esta crisis. 

Tampoco parece relevante a la hora de implementar esas políticas que los hechos contradigan los axiomas centrales en las que se basan. Como por ejemplo, que países como Suecia,  que no han confinado a la población sana hayan tenido finalmente mucho mejores resultados que los que lo hicieron, o que el incremento de la vacunación no mejora el número de contagios, como se acaba de concluir en un estudio publicado en el BMJ.  

En una democracia se deben garantizar, por encima de todo, los derechos humanos, que nadie sea discriminado ni apartado por razones ideológicas, religiosas, orientación sexual, origen, raza,  y por supuesto, situación sanitaria. Pretender discriminar a alguien porque no ha querido asumir la directriz no basada en la ciencia ni la evidencia, sino en la falsa idea de que inocularse un compuesto que no evita los contagios los evita, es una propuesta que roza lo delirante. Que ningún partido político salga en defensa de los ciudadanos ante este despropósito es más que alarmante. 

Existen muchas dudas razonables de que estas medidas sean oportunas, cuando no claramente abusivas hasta traspasar lo ridículo, como la de obligar a los ciudadanía sana a llevar mascarilla en la calle, el monte e incluso la playa. Que nadie, entre la clase política, haya salido en defensa de la ciudadanía ante esta medida degradante es terrible, pero más aun que se trate de silenciar cualquier voz que intente tan siquiera debatir su utilidad.  Cuando estas medidas afectan a los niños la irresponsabilidad de los que miran hacia otro lado es mucho más grave.

Lo que en un primer momento se aceptó precipitadamente debido a una situación que se presentó como un grave peligro, se pudo debatir y analizar los meses siguientes, teniendo en cuenta hechos, datos y opiniones de científicos y expertos independientes que deberían al menos ser estudiados y tenidos en cuenta. Y no se hizo.  Basarse solo en lo dictado por personas con graves sesgos de interés ha permitido situaciones de abuso, coacción y perdida de derechos que jamás se debieron consentir. 

La labor de los grupos que dicen defender los derechos humanos no es seguir pautas de tipo totalitario porque “tenemos que hacer lo que nos dicen” alegando que no tienen conocimiento para hacer nada más sino de escuchar otras voces, muchas de ellas más que autorizadas por su labor científica, su prestigio y su carrera profesional en el ámbito del tema del que hablan. Lo que habitualmente se considera un experto, vamos.  Si un político no tiene capacidad de análisis, no sabe observar y entender  los datos y no reconoce cuando se vulneran los derechos sin más justificación que argumentos tan débiles como el de el cumplimiento de las normas quizá no debería estar en ese puesto. 

Aunque no se  sea científico ni científica, se puede entender perfectamente que la inoculación no previene el contagio. Se dice claramente, incluso desde las propias compañías interesadas en colocar la sustancia.  Sin ir más allá, una deducción elemental nos lleva a darnos cuenta de la inutilidad de esos pases ya que no supondrían ningún cambio significativo de cara a la evolución de la situación sanitaria.  Decir que no se es científico para excusarnos de la posibilidad de pensar por nosotros mismos es poco menos que rídiculo. Más aun cuando hablamos de personas que se han postulado  y han sido elegidos para tomar decisiones en nombre de los demás. 

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